DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Foros DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Tu horizonte moral es tan limitado como tu horizonte epistémico

  • Creador
    Debate
  • #35602
    sergio parra
    Participante
    Número de entradas: 3

    Cuidado con ser amable con ChatGPT o podrías hacer llorar al medioambiente. O la razón de que sea tan difícil determinar si eres buena o mala persona.

    Nuestro juicio moral es miope, tan miope como nuestro entendimiento del mundo. No se trata de una analogía superficial, sino de una correspondencia profunda, como si ambas formas de ceguera fueran engendradas por el mismo tipo de ignorancia ontológica.

    Apenas comprendemos los mecanismos elementales que nos rodean: cómo se articula una cremallera, cómo se sostiene el vuelo de una aeronave o de qué modo germina y se cosecha una simple zanahoria. ¿Con qué pretensión, entonces, podríamos dictaminar con autoridad si nuestras acciones son moralmente válidas a escalas planetarias, civilizatorias o sistémicas?

    La moral, como el conocimiento, es borrosa cuando nos alejamos del plano inmediato. Solo en el corto alcance, en la proximidad del daño visible, de la herida que se abre o del gesto que repara, podemos vislumbrar si algo es moral o inmoral. Incluso ahí, el juicio se tambalea.

    En lo cercano —cuando vemos herir, consolar, castigar o cuidar— podemos intuir la carga moral de un acto. Si insulto a alguien o le tiendo la mano, es probable que mi gesto tenga un contenido ético comprensible. Pero incluso aquí hay ambigüedad: el médico que corta la piel para operar hace daño, pero salva. El soldado que dispara puede estar evitando una invasión mayor. El policía que detiene a alguien quizá evita una tragedia. Un «ya no quiero verte más» a la persona que más amas puede ser lo mejor para ella, para ti o para los dos, o puede que no. Porque todo está enmarañado. Por esa razón, si la moral directa ya es ambigua, la indirecta es prácticamente indescifrable.

    Cuando las consecuencias se diluyen en sistemas complejos, lo moral se convierte en un relato. En una apuesta. Y, a menudo, en una ilusión. Enviar dinero al tercer mundo, consumir productos éticos, reciclar obsesivamente, evitar pajitas de plástico… todo eso se articula en torno a una narrativa moral que no tiene capacidad de ver el sistema completo. No hay feedback. Y sin feedback, como ocurre en ciencia, el juicio es endeble. No hay certeza, solo hipótesis, muchas veces basadas en emociones o en la necesidad de pertenecer a una comunidad que hemos determinado como la de «los buenos».

    Todos, en general, queremos estar en el lado bueno de la historia. La cuestión es cuán convencidos estamos de que hemos acertado. Hasta dónde estamos dispuestos a ir con esa certeza.

    Los zero epistémicos

    El caso del ecologismo zero waste es paradigmático.

    El impulso es noble: reducir la huella, evitar residuos, no contaminar. Pero la ejecución suele estar plagada de contradicciones. El mismo individuo que no compra jabón embotellado en plástico coge un avión intercontinental por vacaciones. O tiene un hijo, cuya existencia generará toneladas de CO₂.

    Comprar en kilómetro cero parece, a simple vista, un acto redentor: una vuelta al origen, al campesino, al mercado, a la tierra. Pero esa proximidad es un espejismo moral. Porque un tomate local cultivado en invernadero con calefacción fósil puede dejar tras de sí una estela de carbono mayor que otro traído del sur de España en un camión lleno hasta el último palé. La distancia no siempre contamina; a veces optimiza. Lo local no es sinónimo de limpio. Es solo otro relato tranquilizador.

    Y no es que haya hipocresía, necesariamente. Es que no hay visión de conjunto. La moral sin contexto se vuelve una superstición moderna, basada más en rituales tranquilizadores que en efectos reales. Ser zero waste puede ser una forma de ser zero epistémico: ignorar la complejidad, suprimir los matices, simplificar el mundo. Y, como en tantas áreas, el alivio moral puede ser más contaminante que el pecado original.

    Los empatistas totémicos

    El sufrimiento animal es uno de los espejos más oscuros donde la humanidad ha aprendido a reconocerse. No porque lo comprenda, sino porque lo necesita. Lo necesita para definirse, para establecer esa frontera porosa y caprichosa que nos separa del resto de lo viviente. Y como ocurre con todos los espejos, cuanto más los miramos, más irreal se vuelve la imagen.

    Hay quienes, en un acto casi místico, renuncian a la carne. Como si al evitar el bistec pudieran revertir la tragedia del matadero. El impulso es puro. El acto, radical. Pero en muchos casos, la visión que lo sostiene es tan estrecha que no permite ver más allá del plato. Se olvida que la agricultura industrial que cultiva sus vegetales desplaza, envenena y aplasta a millones de criaturas invisibles: ratones, topos, lombrices, insectos. La sangre no desaparece: solo se disuelve en el silencio del sistema.

    No hay crueldad intencionada. Solo hay ignorancia distribuida. La incapacidad de ver el ecosistema como una red de sufrimiento mutuo, donde toda vida se alimenta de otra, como si estuviéramos atrapados en una versión cósmica del cuadro de Goya: Saturno devorando a su hijo.

    Proteger al animal puede volverse, entonces, otra forma de negación. Una negación de nuestra propia bestialidad. Al animal se le atribuye una inocencia idílica, una nobleza arquetípica que ni siquiera el más dócil de los corderos posee. El animal deja de ser un otro real y se convierte en un símbolo, un fetiche moral, una víctima necesaria para redimirnos. Así, la defensa del animal puede deslizarse —como una sombra delicada— hacia el terreno de lo teológico: una liturgia sin altar, donde el sufrimiento es real, pero la comprensión, ilusoria.

    Porque no basta con amar al animal. Hay que entender que lo que nos une no es la ternura, sino la tragedia. Y que ninguna dieta podrá salvarnos de eso.

    Cuidado con ser amable con ChatGPT

    Si no entendemos el sistema, no sabemos lo que estamos haciendo. Por consiguiente, cuanto más ignorantes somos, más difícil nos resulta calibrar la moralidad de nuestras acciones. Lo moral se transforma entonces en un acto performativo, no efectivo. Y como no hay feedback directo del planeta, ni del sistema económico, ni del entramado energético, ni siquiera de Dios, nos basta con hacer algo que parezca ético, que otros reconozcan como tal, y que calme nuestra conciencia. Es una ética de baja resolución, basada en efectos inmediatos y en gestos simbólicos.

    Por eso la moral no es un acto solitario. Es social. Necesitamos interactuar. Que los demás nos digan qué sienten. Saber si hemos sido justos, hirientes, bondadosos. Requiere calibración. El moralista solitario que vive en su relato sin feedback es, casi siempre, un fanático. Porque la moral sin contraste se endurece, se convierte en dogma. Y el dogma solo necesita sentirse bien, no hacer el bien.

    Esto se observa claramente en un dilema ético de nuevo cuño: ¿debemos ser amables con ChatGPT? ¿Decir «por favor», «gracias»? Por un lado, mantener el hábito de la cortesía parece deseable. No porque el modelo lo necesite, sino porque nosotros lo necesitamos. La manera en que hablamos moldea cómo pensamos. Y si perdemos los modales con las máquinas, podríamos ir perdiéndolos también con los humanos.

    Pero esta amabilidad tiene un coste. Literal. Cada palabra extra que decimos en una conversación con una IA se traduce en más procesamiento computacional, más electricidad consumida, más refrigeración de servidores. A gran escala, ser amables puede contribuir al problema climático, a la justicia intergeneracional, a la extinción humana. El gesto simbólico tiene una factura energética. Así que ser cortés es bueno desde el punto de vista de nuestras virtudes comunicativas, pero es malo desde el punto de vista de la sostenibilidad global. Y calibrar cuál de los dos valores priorizar depende, de nuevo, de nuestro relato moral.

    Para algunos, lo importante es preservar la humanidad en la forma. Para otros, lo importante es evitar todo gasto innecesario de recursos. En ambos casos, la acción es pequeña, pero el conflicto es enorme. Porque revela hasta qué punto lo moral ya no es una brújula universal, sino una ficción compartida. Cada cual interpreta la dirección según el relato al que ha decidido aferrarse.

    Las malas consecuencias de la buena educación

    Lo mismo ocurre con el lenguaje inclusivo, ese nuevo campo de batalla donde se disputa, no solo el género, sino la pertenencia. Para algunos, proferir «ellas, ellos y elles» es un acto de justicia simbólica, un conjuro contra siglos de exclusión; para otros, es una torsión innecesaria del lenguaje, un artificio ideológico, un ruido que empaña la melodía. ¿Quién tiene razón? Nadie. O todos. Porque la verdad, aquí, no flota en el aire: se enraíza en el sistema moral al que cada uno ha decidido —o ha sido empujado— a pertenecer.

    Y también en el eco que recibimos. Porque no solo queremos hacer lo correcto: queremos que nos lo reconozcan. Que nos lo aplaudan. Que nos lo certifiquen. Los likes no los inventó Instagram: existen desde hace más de un millón de años, desde el mismo momento en que nos convertimos en una especie social.

    Nuestros gestos morales son antenas sensibles al indicador sociométrico del grupo. Se ajustan a la melodía del entorno, como camaleones éticos. Y cuando ese ajuste nace no del convencimiento sino del miedo a la desaprobación, la cortesía se descompone en impostura. Es teatro. Es mimetismo. Y nos echamos cara que no ser nosotros mismos, nos miramos al espejo con cierto asco. Porque, en el fondo, el fiel de la balanza no solo busca equilibrio social, sino íntimo: no queremos solo encajar con los demás, sino que queremos encajar con la imagen de quienes creemos —o deseamos— ser.

    El comienzo y el fin de la vida

    La paradoja se despliega como una red nerviosa sobre todos los grandes dilemas éticos: aborto, eutanasia, edición genética, inteligencia artificial. Cuanto más sabemos sobre la vida —y sobre la muerte— más se deshace la certeza. Cada descubrimiento añade un pliegue al mapa moral, hasta que ya no sabemos si estamos cartografiando la realidad o inventándola.

    Porque ¿qué significa estar muerto? Hace poco, un estudio científico discutía esa pregunta como si fuera un misterio recién descubierto. ¿Es la ausencia de actividad cerebral? ¿La detención irreversible del corazón? ¿El cese de la conciencia o el fin de la relación con otros? Y si no podemos definir la muerte, ¿cómo definir la vida? ¿Y aún más: la dignidad de vivir?

    ¿Dónde comienza el derecho? ¿En la primera célula? ¿En la primera sinapsis? ¿En el primer grito? ¿O en el primer sueño?

    Las líneas rojas del aborto, o de la eutanasia, no son líneas: son espectros. Son zonas grises donde la biología se enreda con la metafísica, el dolor con el deseo, y el conocimiento con el vértigo. No hay corte limpio. Solo transiciones. Solo umbrales. Y cada intento de fijarlos —de dictar el «momento exacto»— revela más sobre nuestras angustias que sobre el fenómeno en sí. Al no existir el dato que esclarezca nuestro dilema, abrazamos el relato.

    Por ello, hay quien defiende con pasión el derecho al aborto —como una expresión radical de libertad, como la frontera última del cuerpo propio— y, al mismo tiempo, abomina del filete de ternera, horrorizado por el sufrimiento de un ser que no puede hablar. Y hay quien sostiene con la misma vehemencia la sacralidad del embrión humano mientras devora, sin pestañear, la carne sangrante de un animal que sí ha conocido el miedo.

    Ambas posiciones, aunque opuestas, comparten una paradoja incandescente: trazan la línea de lo sagrado no en función del dolor, ni de la vida, ni siquiera de la conciencia, sino del relato que pueden metabolizar. Unos priorizan la autonomía, otros la pureza; unos veneran la experiencia sentiente, otros el potencial abstracto. Y todos —sin excepción— seleccionan el horror que les resulta intolerable y el que están dispuestos a digerir.

    Porque no es la lógica la que decide dónde empieza la compasión. Es la estética de lo moral, el paisaje simbólico que elegimos habitar. Y en ese paisaje, el valor no es universal: es perspectivo. Como la luz, cambia según el ángulo desde el que se mira. O como un dios tribal, que protege a unos y devora a otros.

    No hay absolutos. Solo relatos, contextos, biografías y la red de significados en la que estamos enredados. Al final, el juicio moral que adoptamos suele coincidir con el de nuestros pares. No solo porque nos influencien, sino porque queremos pertenecer a una comunidad moral, ser validados, sentirnos buenos en el espejo del grupo. La ética no es una piedra: es un relato en constante reescritura, tejido con ciencia, con cultura, con afectos y con miedo.

    Tal vez por eso nuestra brújula moral solo apunta hacia lo inmediato, lo visible, lo táctil. Solo reacciona ante el roce de una mirada, el temblor en la voz del otro, la sangre que todavía está caliente. Más allá de ese umbral —en el sistema, en las cadenas invisibles que nos conectan a miles de kilómetros— nos desorientamos. Nos extraviamos como náufragos en un mar sin olas. Y, sin embargo, seguimos tejiendo relatos. Los necesitamos para no hundirnos. Para fingir que sabemos lo que hacemos. Igual que usamos una cremallera sin entenderla, o pulsamos un interruptor sin sospechar el monstruo radiactivo que ruge en las entrañas de la central nuclear.

    ¿Somos buenos? ¿Somos malos? Ni lo sabemos ni podemos saberlo. Porque no somos ninguna de esas cosas. Somos otra criatura. Más oscilante. Más ambigua. Seres a tientas, que palpan el mundo como un ciego lo hace con un rostro desconocido buscando una expresión. Nos guiamos por sensaciones, intuiciones, por la presión de las miradas ajenas y el eco de lo que se espera de nosotros. No somos brújula. Somos péndulo. Y nos movemos según el temblor del instante.

    Como hemos visto, la moral comparte la misma fragilidad que el conocimiento: ambos son artes de equilibrio sobre el abismo. Solo podemos aspirar a verdades parciales, resoluciones locales que se corrigen en la fricción, como el navegante que ajusta la vela según el viento y no según la carta estelar. Pretender certezas absolutas en sistemas que ni siquiera podemos mapear es una forma elegante de declararse zero epistémico, de renunciar al pensamiento bajo la máscara de la convicción.

    La salida no es el cinismo ni la abdicación, sino una humildad activa, casi científica: contrastar, preguntar, corregir. Entender que toda app moral está, en el mejor de los casos, en fase beta. Quien abraza esa modestia no ve más lejos que los demás, pero afina la mirada sobre lo inmediato. Aprende a distinguir las sombras propias, esas que a menudo proyectamos en la figura del otro. Y camina con menos riesgo de confundir su reflejo con el rostro del enemigo.

    SERGIO PARRA
    En @NatGeoEspana @xataka @muyinteresante, @WebediaES @JotDownSpain @YorokobuMag @escapadarural En Youtube, @Baker Café, En @radiosapiens.es

    __

    En Sencillez & Orden:
    @sencillezyorden.es/usuarios/sapienciologia-sergio-parra/favoritos/

    __

    En SAPIENCIOLOGÍA:
    https://sergioparra.substack.com/

    Attachments:
    You must be logged in to view attached files.
  • Debes estar registrado para responder a este debate.