DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Foros DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Este es el cerebro que te puedes permitir

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    sergio parra
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    Inteligencia, estatus socioeconómico y macacos que comen marisco

    A veces, las revoluciones evolutivas empiezan con una catástrofe. Imagina a un grupo de macacos en Tailandia que, tras una gran inundación, queda aislado en una isla. Sin frutas ni raíces. Solo mariscos. Un menú forzado que cambiaría, literalmente, su forma de pensar.

    Antes del desastre, estos macacos llevaban una vida más o menos predecible: dieta frugívora, energía rápida en forma de carbohidratos, estructuras sociales sencillas. Pero la inundación borró ese mundo. En su nuevo hogar, los árboles ya no ofrecían banquetes, y la única fuente de alimento eran cangrejos, moluscos y peces que exigían astucia para ser atrapados. Comenzaron a usar piedras para abrir conchas, a calcular los ritmos de las mareas, a coordinarse mejor en grupo. En otras palabras: tuvieron que hacerse más listos para sobrevivir.

    Pero lo más interesante no es lo que aprendieron, sino lo que comieron. Los mariscos son ricos en ácidos grasos omega-3, especialmente DHA (ácido docosahexaenoico), una molécula crucial en la arquitectura del cerebro. Sin suficiente DHA, las neuronas no se desarrollan correctamente y las conexiones sinápticas se vuelven más torpes. En el pasado, sin acceso a este nutriente, no habría habido presión evolutiva suficiente para sostener cerebros más grandes. Pero ahora, con esta nueva dieta marina, podían permitírselo.

    Aquí entra en juego una idea fascinante que ilustra un gráfico clásico de la biología evolutiva: la relación entre el peso del cuerpo y el peso del cerebro. Si representamos ambos en una escala logarítmica, vemos que la mayoría de los mamíferos siguen una pauta clara: cuanto más grande es el cuerpo, más grande es el cerebro… pero no de forma lineal. La pendiente de esa relación suele rondar 0,75. Es decir, duplicar el peso del cuerpo no implica duplicar el del cerebro.

    Sin embargo, los primates —y en especial los humanos— están por encima de esa línea. Tienen cerebros más grandes de lo que su tamaño corporal justificaría. El biólogo evolucionista Steven J. Gould lo resumía así: la mayoría de los mamíferos tienen el cerebro que necesitan; los primates, el que pueden permitirse. Es una forma elegante de decir que el cerebro es energéticamente costoso, y solo puede crecer si la dieta, el entorno y las presiones sociales lo justifican.

    Volvamos a nuestros macacos. Su aislamiento creó un laboratorio natural de evolución. El entorno seleccionó a los más hábiles, pero también proporcionó el combustible para sostener ese aumento de inteligencia. Con el tiempo, aquellos con cerebros ligeramente más grandes y mejores capacidades de resolución de problemas tuvieron más éxito. Así, en pocas generaciones, su biología empezó a reflejar su nuevo estilo de vida. Más que adaptarse al entorno, adaptaron su mente al entorno.

    El límite del entorno: por qué el estatus socioeconómico no explica todas las diferencias cognitivas
    Durante décadas, se ha asumido que muchas de las desigualdades en rendimiento cognitivo entre distintos grupos étnico-raciales se explicaban, principalmente, por factores estructurales: pobreza, calidad educativa, acceso a recursos, exposición al lenguaje, nutrición… y, sin duda, todos estos elementos influyen.

    Sin embargo, incluso cuando se igualan las condiciones socioeconómicas —mismo nivel de ingresos, misma educación de los padres—, las diferencias en las puntuaciones de inteligencia y resultados académicos persisten.

    De hecho, en Estados Unidos, los hijos de padres asiáticos que no acabaron el instituto superan, en media, a hijos de padres negros con doctorado. La variable «estatus socioeconómico» (SES) no logra explicar por completo las diferencias observadas.

    Incluso evaluando el máximo posible del efecto causal del SES, considerando la «invarianza de medida» (es decir, que el test mide lo mismo en distintos grupos), en el mejor de los casos el efecto causal del entorno económico en el cociente intelectual no supera una correlación de 0,39. Una cifra importante, pero insuficiente para cerrar la brecha. Lo más provocador: si los niños negros tuviesen el mismo SES que los niños judíos, su cociente intelectual medio seguiría siendo notablemente inferior, según los modelos.

    Este tipo de afirmaciones, naturalmente, requieren una interpretación cuidadosa y científica, no ideológica. No se está afirmando que haya causas genéticas definitivas o que los grupos sean homogéneos. Lo que se está señalando es que el entorno explica parte, pero no todo, y que ciertas diferencias intergrupales en resultados cognitivos persisten incluso cuando las oportunidades aparentes se igualan.

    Conectando esto con los macacos y la evolución del cerebro, surge una pregunta de fondo: ¿hasta qué punto nuestras capacidades cognitivas están limitadas o potenciadas por la ecología, la dieta, los desafíos sociales… y hasta qué punto hay componentes más profundos, ya sean biológicos, culturales o de otra índole? Igualar el entorno no siempre iguala los resultados. Y quizá la evolución —y la historia— haya dejado marcas más difíciles de borrar de lo que quisiéramos aceptar.

    Más allá del entorno

    Las diferencias en las puntuaciones medias de inteligencia entre distintos grupos raciales o étnicos han sido ampliamente documentadas, especialmente en contextos como el estadounidense.

    De hecho, esa es la razón de que la acción afirmativa de universidades de élite estadounidenses sea racista: los negros y los hispanos generalmente tienen mayor posibilidad de admisión que los pares asiáticos o blancos igualmente calificados:

    En resumen: mientras los estudiantes negros eran admitidos con puntuaciones significativamente más bajas, los asiáticos necesitaban superar a los blancos en puntuación para acceder al mismo sitio. Los asiáticos son discriminados porque son demasiado inteligentes y obtienen notas demasiado altas. Incluso los asiáticos más pobres logran superar a los estudiantes negros mejor posicionados. Si la admisión se basara únicamente en la puntuación del SAT, muchas universidades ni siquiera podrían admitir a estudiantes negros.

    Aunque durante décadas se ha intentado explicar estas diferencias exclusivamente en función del entorno —educación, ingresos, nutrición, estimulación lingüística—, hay un consenso creciente entre algunos investigadores: el entorno, por sí solo, no basta. Incluso cuando se igualan las condiciones socioeconómicas y educativas, persiste una parte del desfase. Y eso ha abierto la puerta a hipótesis más amplias.

    Una posibilidad es la cultural. Diferencias en estilos de crianza, expectativas educativas, normas sobre el esfuerzo, o incluso actitudes hacia la escolarización podrían modular el rendimiento cognitivo sin necesidad de invocar factores biológicos.

    Otra línea apunta hacia lo epigenético: la herencia no solo depende del ADN, sino también de cómo ciertos genes se activan o desactivan según el entorno. El estrés prenatal, la calidad del sueño, la exposición a toxinas o las experiencias tempranas podrían dejar huellas duraderas en la expresión genética que influyen en el desarrollo cognitivo.

    Finalmente, aunque sigue siendo el terreno más polémico, algunos investigadores han sugerido que podrían existir diferencias genéticas sutiles entre poblaciones que afecten, en parte, a ciertas funciones cognitivas. No se trataría de jerarquías rígidas ni de determinismo biológico, sino de ligeras variaciones estadísticas en la distribución de rasgos que también se observan en otros aspectos físicos o fisiológicos.

    Aceptar la posibilidad de que existan múltiples causas no implica justificar desigualdades, sino entender que reducir toda la inteligencia a la renta familiar o a la escolarización parental es tan reduccionista como negarse a investigar los demás factores. Solo desde una mirada amplia, crítica y libre de dogmas puede entenderse realmente la complejidad de la inteligencia humana.

    ¿Por qué tenemos este cerebro y no otro?

    Un descubrimiento reciente ha sacudido nuestra comprensión del origen humano: aproximadamente el 20 % de nuestro ADN procede de una población homínida desconocida, conocida provisionalmente como la «Población B». En evolución, los grupos que se separan y se aíslan desempeñan un papel esencial: exploran rutas evolutivas distintas, divergentes, que más tarde pueden reconectarse y enriquecer el linaje original.

    Un nuevo estudio genético ha detectado el rastro de una de esas bifurcaciones en nuestro propio genoma. Según los investigadores, hace alrededor de 1,5 millones de años una población humana se separó de nuestro tronco principal, evolucionó de forma independiente durante un largo periodo y, mucho tiempo después, volvió a mezclarse con nuestros antepasados. La huella de aquel encuentro es profunda: los análisis sugieren que cerca de una quinta parte de nuestro ADN actual procede de esa Población B.

    Lo más sorprendente es que muchos de estos genes heredados están relacionados con funciones clave del cerebro y el procesamiento de la información. Esto sugiere que esta aportación genética pudo haber influido de forma significativa en el desarrollo de la inteligencia humana y en la evolución de nuestra especie.

    Para identificar este legado, los investigadores no estudiaron restos fósiles, sino que analizaron directamente el ADN de humanos actuales. Utilizaron la extensa base de datos del proyecto 1000 Genomes Project, que recoge muestras genéticas de poblaciones de África, Asia, Europa y América. Esta estrategia permitió rastrear señales ancestrales que, de otro modo, habrían permanecido ocultas en nuestra historia evolutiva.

    Así de azarosa es la manera en que nos volvimos inteligentes. Pero hay más, mucho más.

    Nuestro cerebro empezó a crecer hace millones de años, impulsado por las ventajas evolutivas que ofrecía una mayor capacidad de aprendizaje, memoria y resolución de problemas. Sin embargo, ese crecimiento no continuó indefinidamente. Se detuvo por razones muy concretas.

    La primera fue energética: un cerebro grande consume enormes cantidades de calorías, lo que hace que mantenerlo resulte costoso en un entorno donde los recursos son limitados.

    La segunda, aún más decisiva, fue biológica: cuanto mayor era el cráneo, más complicado se volvía el parto. El canal del parto humano ya es un compromiso extremo entre la necesidad de una pelvis adaptada a la bipedestación y el tamaño del cerebro. Más allá de cierto límite, el riesgo de muerte para madre e hijo habría sido inasumible.

    Pero hubo una tercera razón, menos evidente y más profunda: no era necesario seguir aumentando el tamaño del cerebro individual. La evolución encontró un atajo más eficiente: la cognición distribuida. En lugar de invertir más recursos en hacer a cada individuo más inteligente de forma aislada, se favoreció la creación de redes sociales complejas, donde el conocimiento, las habilidades y las estrategias podían compartirse, transmitirse y combinarse entre muchos. La inteligencia, en vez de ser un atributo exclusivamente individual, pasó a ser también una propiedad emergente de las conexiones entre individuos. Somos, en esencia, una especie de cerebros interconectados.

    Este matiz resulta aún más fascinante si consideramos algo que tendemos a pasar por alto: muchas especies ya poseen cerebros. La predicción, la toma de decisiones y el aprendizaje no son patrimonio exclusivo del ser humano. Entonces, si la inteligencia fuese esa fuerza evolutiva suprema y definitiva que a veces imaginamos, ¿por qué la selección natural no ha replicado este «milagro» de forma masiva? Si tan extraordinario fuese, ¿no debería la Tierra estar infestada de criaturas superinteligentes, enormes masas encefálicas desplazándose como amebas pensantes, optimizando su existencia segundo a segundo?

    Sin embargo, no es eso lo que observamos. El mundo natural no está lleno de hipercerebros ambulantes. Curiosamente, sí vemos otras adaptaciones, como los ojos, surgir repetidamente a lo largo de la evolución. Desde la explosión del Cámbrico, la visión ha aparecido de forma independiente en múltiples linajes. Y, aun así, un ojo solo sirve para ver: detectar luz, distinguir formas, nada más.

    Pero qué limitación más aburrida si lo comparamos con todo lo que puede hacer la inteligencia. La inteligencia puede prever amenazas, diseñar herramientas, transmitir conocimientos, improvisar alianzas, curar heridas, generar cultura. Es una capacidad flexible y plástica, no una función cerrada como la visión. Y, a pesar de eso, es raro encontrarla en la naturaleza en su forma más compleja. ¿Cómo es posible?

    Además de lo ya dicho, probablemente el mismo enfoque de la cuestión ya es erróneo. Preguntarse por qué no hay más superinteligencias es como preguntarse por qué los animales no tienen poderes mágicos. No existen los superpoderes, ni tampoco una inteligencia mágica capaz de resolver cualquier problema por sí sola.

    La realidad es mucho más testaruda. El mundo es irregular, cambiante, lleno de desafíos múltiples y contradictorios. Los problemas que plantea no tienen una única solución, y muchas veces ni siquiera tienen solución. La cognición no es un módulo único y todopoderoso: es un conjunto de procesos dispersos, especializados, a menudo caóticamente ensamblados, que interactúan de forma impredecible.

    Nuestros ancestros no conquistaron el mundo porque desarrollaran una especie de lámpara mágica de neuronas. Lo hicieron porque tejieron una red compleja de motivaciones, sentidos, intuiciones, emociones y estrategias cognitivas, adaptadas a un entorno social, ecológico y climático en permanente transformación. De esa mezcla nació algo todavía más poderoso que la inteligencia individual: la cultura. Herramientas, normas, rituales, juegos de estatus, transmisión intergeneracional de conocimientos, especialización del trabajo: todo un ecosistema de inteligencia distribuida que hizo de nuestra especie algo inédito.

    Así es como, a través de catástrofes, aislamientos, mestizajes olvidados y presiones evolutivas implacables, surgió una inteligencia que no reside solo en un cerebro, sino en una red de mentes conectadas, moldeadas por la ecología, la cultura y el azar genético. No fue una invención súbita ni un milagro evolutivo, sino una lenta y accidentada acumulación de adaptaciones dispersas.

    Entender este origen nos obliga a abandonar las explicaciones simples: ni la inteligencia humana es fruto de un diseño perfecto, ni su distribución entre individuos y poblaciones responde a un único factor, sea biológico o social. Igualar el entorno no siempre iguala los resultados, porque la evolución, el entorno y la historia han dejado huellas profundas, a veces invisibles, que siguen modulando nuestras capacidades.

    La inteligencia no es un trofeo que se reparte por justicia ni por azar absoluto, sino un fenómeno emergente, delicado y contingente, nacido de un equilibrio inestable entre necesidad, oportunidad y herencia.

    SERGIO PARRA
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