DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Foros NOTAS DE PRENSA Prometeo: el lenguaje como parásito mental

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    sergio parra
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    Prometeo no robó el fuego de los dioses: lo incubó en su propio cráneo. Pero ese fuego no sólo ilumina, sino que también consume.

    Hubo un día (aunque nadie sabría señalarlo en el calendario ni en el mapa) en que una criatura humana, probablemente despeinada y algo sorprendida de sí misma, pronunció una frase que no se había oído jamás en la Tierra. Y no era un simple gruñido de esos que uno suelta cuando se da con el dedo meñique en la esquina de una piedra, ni tampoco otro de esos ecos guturales que componían la sinfonía de la comunicación prehistórica. No, aquello era distinto.

    La frase en cuestión tenía algo… curioso. Era una construcción que portaba en sí misma la misteriosa capacidad de contenerse a sí misma. Como cuando uno dice «Estoy diciendo algo» y de repente se da cuenta de que, efectivamente, lo está haciendo.

    Es lo que llamamos recursividad. Una de las más asombrosas capacidades del pensamiento humano. Un pequeño truco mental que, aunque no sepamos muy bien cómo llegó hasta nosotros, nos permite hacer cosas tan notables como preguntarnos por qué nos estamos preguntando cosas.

    Fue el despertar de un Prometeo lingüístico, el primer ser que encendió en su mente la llama del lenguaje tal como lo conocemos. Lo asombroso no es sólo que aquello ocurriera, sino que pudiera haber ocurrido de golpe, en un solo individuo, como un relámpago biológico que fracturó la historia natural del silencio.

    En The Language Game, los científicos cognitivos Morten H. Christiansen y Nick Chater defienden esta conjetura y desafían frontalmente la visión dominante de que el lenguaje haya sido el resultado de una lenta adaptación biológica, afinada generación tras generación. Así, esta narrativa neodarwinista, que imagina el lenguaje como un instrumento depurado por la selección natural, se ve desplazada por la idea de que su origen fue abrupto, casi milagroso.

    La mutación

    Desde mediados del siglo XX, hay pocas figuras tan influyentes —y francamente, tan desconcertantes— en el mundo del pensamiento como Noam Chomsky. Filósofo, lingüista y algo así como el Keith Richards del giro cognitivista (excepto que en vez de guitarras eléctricas empuña estructuras sintácticas), Chomsky se dedicó a dinamitar alegremente las ideas establecidas sobre cómo aprendemos a hablar.

    Hasta entonces, la teoría más popular sostenía que los niños adquirían el lenguaje un poco como los perros aprenden trucos: con premios, repeticiones y muchos «no, así no». Pero Chomsky, con ese tono ligeramente impaciente que uno se imagina en los genios, señaló que si eso fuera cierto, todos estaríamos balbuceando frases inconexas hasta los treinta. Según él, venimos al mundo equipados con algo mucho más sofisticado: una gramática universal integrada en nuestro cableado cerebral, lista para activarse en cuanto oímos nuestras primeras palabras.

    Esta idea cambió la lingüística de cabo a rabo. El lenguaje dejó de parecer un invento cultural (como la poesía, las cucharas o los sombreros absurdos) para convertirse en una capacidad tan natural como el parpadeo o tropezar con una mesa baja. Pero Chomsky, hombre que nunca se ha detenido ante una idea radical si puede empujarla aún más lejos, fue un paso más allá. Propuso una hipótesis sobre el origen del lenguaje tan provocadora, tan monumentalmente audaz, que hizo que muchos académicos se quedaran mirando sus libros como si acabaran de descubrir una serpiente dentro.

    En una maniobra teórica que bordea lo herético frente a la visión evolucionista ortodoxa, Chomsky deslizó que la facultad lingüística no apareció como fruto de un proceso evolutivo lento y acumulativo, sino como el resultado de una mutación genética única, súbita, ocurrida en un solo individuo. A ese hipotético ser humano primigenio (una figura casi mitológica a la que él mismo apoda «Prometeo») se le habría otorgado, de golpe, la capacidad de producir estructuras recursivas: enunciados capaces de contener otros enunciados, como cajas chinas o matrioshkas verbales.

    La recursividad, en este contexto, no es sólo un rasgo gramatical: es una grieta abierta hacia el infinito, una arquitectura mental en la que el pensamiento se encierra, se pliega y se duplica, inaugurando un nuevo horizonte lógico y expresivo.

    Esta capacidad, que distingue el lenguaje humano de cualquier otro sistema comunicativo conocido, no habría requerido de una compleja transición evolutiva, sino que habría surgido como una singularidad biológica: una chispa espontánea, cuyas consecuencias cognitivas y culturales serían incalculables. Un accidente grandioso, una anomalía fecunda, comparable (por su impacto) a la aparición de la conciencia o del fuego.

    Los límites de la recursividad

    No obstante, la potencial infinitud de la recursivdad topa pronto con los límites de nuestra cognición. Aunque en teoría podemos seguir encajando cláusulas hasta el infinito, en la práctica, bastan tres niveles de incrustación para que la comprensión humana se vea desbordada. La recursividad, esa joya de la corona de nuestra sintaxis, revela también la fragilidad de nuestra mente frente a su propio poder.

    Tomemos, por ejemplo, dos oraciones elementales: “El perro se escapó” y “El gato asustó al perro”. Al aplicar la recursividad, podemos incrustar la segunda dentro de la primera, produciendo una estructura jerárquica como la siguiente:

    El perro [al que el gato asustó] se escapó.

    Aquí la oración subordinada está embebida dentro de la principal, generando una complejidad sintáctica que no altera la comprensibilidad. Pero este juego puede proseguir. Si añadimos una tercera oración (“El ratón sorprendió al gato”) y la incorporamos mediante el mismo principio, obtenemos algo así:

    El perro [que el gato [que el ratón sorprendió] asustó] se escapó.

    El resultado, aunque aún inteligible con esfuerzo, ya exige una atención cognitiva mucho mayor. Sin embargo, la recursividad no tiene, en principio, un límite formal. Podemos seguir añadiendo capas:

    El perro [que el gato [que el ratón [que el bicho asustó] sorprendió] asustó] se escapó.

    A estas alturas, incluso el lector más paciente siente que la frase empieza a resquebrajarse bajo su propio peso. La comprensión se vuelve titubeante, casi imposible. La sintaxis puede sostener la estructura, pero la mente humana no es capaz de hacerlo.

    Y, sin embargo, según Chomsky, Prometeo (ese primer humano que habría recibido la mutación prodigiosa) fue el primero en concebir esta forma de estructuración potencialmente infinita. Fue él quien inauguró la posibilidad de incrustar pensamientos dentro de pensamientos, de pensar en un lenguaje que puede pensarse a sí mismo. Pero esa capacidad, aunque formalmente ilimitada, se topó desde el comienzo con los márgenes de la cognición: es probable que incluso Prometeo, como nosotros, quedara perplejo ante sus propias construcciones demasiado profundas.

    Por desconcertante que parezca, este es el núcleo de la apuesta chomskiana: antes de Prometeo no existía el lenguaje humano. Con la irrupción repentina de la gramática recursiva, el lenguaje brotó impetuosamente como una flor en primavera (aunque en un inicio sólo habitara la conciencia solitaria de un individuo). Lo que siguió no fue una lenta adquisición de una facultad, sino la difusión de una posibilidad súbita, como si una nueva dimensión del ser se hubiera abierto de pronto, esperando ser habitada.

    Porque el lenguaje, una vez surgido, no se limita a servirnos: se instala, se expande y, a veces, nos desborda. Como un parásito mental, vive en nosotros, se alimenta de nuestra memoria y de nuestras emociones, reorganiza el mundo que percibimos y hasta los modos en que podemos imaginarlo. Prometeo, en esta lectura, no robó el fuego de los dioses: lo incubó en su propio cráneo. Pero ese fuego no sólo ilumina, sino que también consume.

    Quizá por eso, siglos más tarde, los antiguos advertirían que logos es también lógos: palabra y razón, pero también cálculo, disputa y delirio. El lenguaje, ese huésped incorpóreo, no nos pertenece del todo. Es un artefacto evolutivo que se comporta como una fuerza autónoma, que nos habla tanto como hablamos a través de él.

    En este sentido, lo que surgió en un individuo como una chispa singular se convirtió, con el tiempo, en una llama inextinguible que arde aún en la mente de cada hablante. Porque desde entonces, pensar es hablarse… y nunca estamos del todo seguros de quién lleva la voz.

    SERGIO PARRA
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