DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Foros DISCUSIÓN ABIERTA [Foro] Montaigne también metió la pata (aunque dijera con humildad que no sabía nada de nada)

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    sergio parra
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    Una cadena de asociaciones engañosamente intuitivas lo llevó a afirmar que la riqueza proviene, siempre, del sufrimiento ajeno.

     

    La riqueza de unos proviene de la pobreza de otros. O dicho de otro modo: siempre que alguien gana, lo hace a costa de que alguien pierda.

    Suena intuitivo. Se repite una y otra vez. Incluso Michel de Montaigne, que se condujo por su vida con la humildad del que sabe que nunca sabrá lo suficiente, deslizó este aserto con una seguridad extrañamente dogmática.

    Pero no es así.

    Imaginemos lo siguiente. Yo tengo unos auriculares viejos pero muy cómodos (esos que se adaptan perfectamente a mis orejas) y tú tienes una batería externa casi nueva que no necesitas porque sueles trabajar desde casa. Cuando hacemos un trueque, los dos salimos convencidos de haber mejorado nuestra situación. Tú aceptas porque valoras más la comodidad de los auriculares que una batería que apenas usas y yo lo hago porque, para mis desplazamientos, esa batería vale mucho más que unos auriculares gastados. No hay perdedores, solo dos marcos de referencia.

    Otro ejemplo: un explorador llega a un valle remoto y ofrece un mechero a cambio de oro. Nosotros podríamos pensar que el explorador está aprovechándose del nativo. El nativo, que vive rodeado de oro (quizá por un río cercano que arrastra pepitas desde hace generaciones), cree justo lo contrario: por fin consigue una herramienta que le permite encender fuego sin depender de rituales laboriosos. Para él, el mechero vale más que una montaña de metal brillante. Ambos perciben la situación desde su marco, no desde un catálogo universal de valores.

    Ahí entra quien se siente autorizado a juzgar desde fuera. Ese personaje suele decir: no aceptes, te engañan. No repara en que ese poder adquisitivo del oro existe solo en su imaginación y no en la vida cotidiana del nativo, que interpreta el trueque desde su aquí y su ahora. La pretensión de universalidad, esa idea de que todos debemos valorar lo mismo del mismo modo, es una de las fuentes más persistentes de conflicto. Y es muy propia de los planificadores centrales.

    Una botella de agua al lado de un manantial tiene un valor trivial. La misma botella en un desierto cuando el cuerpo empieza a fallar vale más que una biblioteca entera. El objeto no cambia. Cambia el contexto. Lo arrogante es creer que nuestra valoración es una ley natural y que los demás deben plegarse a ella.

    Y esta falacia no aparece solo en intercambios de objetos, sino en toda suerte de interacciones.

    Todos estos ejemplos muestran que la intuición ganar-perder en los intercambios es una ilusión narrativa. El valor no es absoluto, sino relacional. Tan pronto como alguien lo olvida, vuelve a aparecer la misma soberbia intelectual: la de quien está convencido de que entiende mejor que tú lo que te conviene.

    Por lo tanto, resulta de todo punto curioso que una de las personas que consideramos más humildes fuera, precisamente, la que propagó en tiempos modernos una idea tan profundamente equivocada.

    Suma cero

    Michel de Montaigne escribió una vez: «Los conocimientos de otros pueden hacernos conocedores, pero la sabiduría de otros no puede volvernos sabios». Y es que la sabiduría no se reduce a un mero cúmulo de datos o hechos; más bien, es una virtud moral, que consiste en el reconocimiento humilde de la propia ignorancia y en la habilidad de lidiar con la incertidumbre y las limitaciones inherentes a la condición humana.

    Y es que el célebre filósofo francés fue el escéptico más famoso del Renacimiento. Máxime cuando, hace más de cuatrocientos años, escribió en los travesaños de su biblioteca unas setenta sentencias griegas y latinas, frases breves o versos de autores antiguos a propósito de las vanas aspiraciones del ser humano por obtener el conocimiento. Por ejemplo: «La verdad, ningún hombre la ha conocido ni ningún hombre la conocerá jamás». O: «Todas las cosas son más complejas de lo que el hombre puede alcanzar». Montaigne convirtió así en su lema personal la pregunta Que sais-je? (¿Qué sé yo?).

    Además, su figura se yergue como el verdadero artífice de un género literario que, hasta su pluma, no tenía nombre ni forma definida: el ensayo. En efecto, no exageramos al afirmar que los ensayos (tal como los entendemos hoy) nacen con Montaigne. Antes de él, la escritura filosófica se ceñía a los tratados sistemáticos o a la retórica escolástica; con él, irrumpe una voz nueva, íntima y errante, que se permite la duda, la digresión, la paradoja.

    Su obra capital, Los Ensayos, se despliega en tres tomos y ha conocido un número incalculable de ediciones, versiones escogidas y compendios populares. En el capítulo 22 del Libro I, Montaigne desliza la idea de marras: «El beneficio de uno es daño del otro». Esa intuición, que más tarde recibiría el nombre de falacia de Montaigne, retrata una visión del intercambio como un juego de suma cero, donde cada ganancia parece requerir una pérdida equivalente.

    ¿Cómo puede alguien tan lúcido como Montaigne haber defendido con tanta seguridad una idea tan desacertada? La pregunta invita a mirar más allá del aforismo y asomarse a la figura que lo escribió.

    El experimento educativo

    Y ahí aparece un Montaigne mucho más extraño de lo que imaginamos. Su nombre completo era Michel Eyquem de Montaigne, hijo de una familia acomodada de Burdeos. Fue alcalde de la ciudad, vivió entre asuntos públicos y responsabilidades políticas, y dejó una obra marcada por esa mezcla de introspección y vida práctica.

    Aparentemente el apellido familiar era Ikem, igual que el del célebre Château d’Yquem, ese vino dulce que ha hecho historia. El abuelo, un personaje inquieto, decidió alterarlo a Eyquem en algún momento del siglo XV. ¿Había un trasfondo judío en ese linaje? Es posible, aunque el rastro es difuso. Montaigne, en cualquier caso, vivió como un católico sobrio y acomodado a la ortodoxia de su tiempo.

    Por parte materna, la historia es más clara. Su madre, Antonieta López de Villanueva, descendía de un judío converso, Michel Passanson, valenciano, que había pasado por Zaragoza antes de abrazar el cristianismo tras las prédicas y las persecuciones de Vicente Ferrer. Pasó de Passanson a López de Villanueva, y con esa metamorfosis nominal quedó integrado en la categoría de cristiano nuevo. Montaigne, por tanto, era hijo de una mujer con un origen judío cercano, visible para quien quisiera leer la genealogía con atención.

    Lo curioso es que ese origen desaparece de la superficie de su obra. En unos ensayos donde Montaigne habla de muchos asuntos, y sobre todo de sí mismo, no hay una sola línea dedicada a su madre. Ni en cartas, ni en anotaciones, ni en los pasajes más íntimos. Está borrada de su historia. En cambio, el padre sí ocupa un lugar preeminente: un hombre que se ganó el título nobiliario en los campos de batalla italianos, combatiendo junto a Francisco I contra los españoles… una ironía fina si se recuerda que su esposa tenía sangre hispana. Son detalles pequeños, pero iluminan un punto ciego del autor. Esa mezcla de silencios, cambios de nombre y orígenes cruzados revela un Montaigne más ambiguo y más humano, que convive con su tiempo y también se esconde en él.

    El abuelo de Montaigne, comerciante de pescado con un olfato impresionante para los negocios, acumuló una fortuna suficiente para comprar un castillo al mismísimo arzobispo de Burdeos. Ese castillo, levantado en lo alto de una colina, dio nombre a la familia: de ahí viene de Montaigne, literalmente «de la montaña». Cuando el padre fue ennoblecido por Francisco I, recibió el título de Señor de la Montaña, y el hijo adoptó ese nombre como identidad plena, dejando atrás sus apellidos originales. Si buscásemos hoy a Michel Eyquem López de Villanueva en un registro moderno, no lo asociaríamos jamás con el ensayista que ha llegado hasta nosotros.

    En la historia del pensamiento hay episodios llamativos en los que los padres intentaron moldear a sus hijos como si fueran proyectos intelectuales. Uno es el caso célebre de John Stuart Mill, educado bajo un programa intensísimo diseñado por su padre, James Mill, siguiendo la ambición de Jeremy Bentham. Mill terminó siendo un prodigio, sí, pero también un hombre que arrastró carencias afectivas profundas y una vida emocional muy frágil.

    El otro caso se encuentra en pleno siglo XVI y tiene como protagonista a Montaigne. Su padre quiso hacer un experimento pedagógico propio: pensaba que un heredero educado en el refinamiento noble saldría debilitado, así que decidió sumergir al niño en una crianza ruda y campesina. Los primeros cinco años de Montaigne no transcurrieron en el castillo familiar, sino en una cabaña de guardabosques, lejos de la madre y del padre. Ese comienzo, tan poco habitual, encaja con la figura que después escribiría unos ensayos donde la introspección y la rareza personal se entrelazan continuamente.

    Cuando su padre lo recupera a los cinco o seis años, continúa el experimento por otra vía. En el castillo se establece una regla estricta: nadie puede hablarle en otra lengua que no sea latín. Montaigne crece inmerso en un pequeño teatro lingüístico donde todos los criados, tutores y preceptores se expresan en latín o en griego clásico. El francés lo aprende mucho más tarde, ya de adulto, y aun así acabará convirtiéndose en uno de los pilares de esa lengua gracias a los Ensayos. Es un destino paradójico: el gran estilista francés fue, durante su infancia, un niño sin francés.

    Montaigne, en lo que respecta a la historia intelectual, dejó una huella inmensa. También ocupa un lugar peculiar en la filosofía. Se le ha considerado uno de los padres del escepticismo moderno. Sus páginas citan una y otra vez a Sexto Empírico, hasta el punto de que historiadores como Frederick Copleston lo han descrito como un neopirrónico avant la lettre. Un pensador que, desde sus dudas, desde su temperamento y desde una vida anómala, abrió un modo de mirar el mundo que todavía resuena entre nosotros.

    El dogma del escéptico

    Como buen escéptico, Montaigne desconfía del conocimiento absoluto y se mueve en un clima intelectual que, visto desde hoy, roza el relativismo. Entre sus ensayos destaca uno en defensa de un curioso personaje catalán del siglo XV, Raimundo II, autor de una teología moral previa a Lutero que escandalizó a más de uno. Montaigne lo aborda casi por lealtad filial, porque ese texto fascinaba a su padre. Ese gesto ya muestra su tendencia: más atento a las preguntas que a la ortodoxia, más amigo de la duda que de cualquier doctrina cerrada.

    Por eso resulta tan irónico que, siglos después, Ludwig von Mises bautizase como dogma Montaigne la idea que aparece en el ensayo XXII: la intuición de que la riqueza de unos procede de la pobreza de otros. Mises, lector finísimo, conocía el temperamento del autor. Llamar «dogma» a algo formulado por quien llevaba una vida entera proclamando qué sé yo es casi un guiño mordaz. Montaigne se paseaba con esa frase escrita en una medalla, convertido en una especie de emblema viviente del escepticismo. Era el pensador que ponía en duda todos los dogmas, y aun así dejó caer una frase que la tradición convirtió en uno nuevo que aún anida en las mentes de la mayoría de nosotros.

    De ahí que la arqueología del concepto tenga su gracia. En la edición de 1588, el ensayo XXII ocupa apenas media página. Es perfecto para estudiantes que no suelen abordar textos largos, pero que sí pueden trabajar con una idea concentrada y, en este caso, equivocada. La formulación es simple, directa. Montaigne abre citando a un tal Damades, un orador griego que, según él, se quejaba de que los enterradores enriquecían su oficio gracias a la desgracia ajena. Durante la guerra del Peloponeso, decía, los muertos aumentaban y con ellos los ingresos de quienes cavaban las tumbas.

    Ahí aparece el germen de la intuición suma-cero: si alguien gana, alguien pierde. Una imagen potente, fácil de visualizar, pero lógicamente errada.

    Montaigne desarrolla su razonamiento a partir de la queja de aquel orador griego. Y en lugar de desmontarla, la lleva más lejos. Sostiene que no es solo que algunos obtengan ganancias en circunstancias dolorosas, sino que toda ganancia implica necesariamente una pérdida ajena. Para ilustrarlo elige ejemplos cotidianos: el carnicero prospera gracias al hambre de otros, el médico vive de la enfermedad, el general construye su gloria sobre la muerte de sus soldados, los reyes y los comerciantes se enriquecen sobre la pobreza de quienes están debajo. Es una cadena de asociaciones engañosamente intuitivas que lo lleva a afirmar que la riqueza proviene, siempre, del sufrimiento ajeno.

    Esa intuición, tan sugerente como equivocada, encaja perfectamente con la visión de suma cero que impregna todo el ensayo.

    Lo sorprendente es el eco que ha tenido ese pequeño texto. Voltaire reutiliza el argumento en su Diccionario filosófico sin mencionarlo. Joseph Arthur de Gobineau, en pleno romanticismo del siglo XIX, lo adapta para sostener que el capitalismo conduce inevitablemente al conflicto. Incluso debates modernos sobre redistribución repiten, sin saberlo, la misma estructura: si alguien tiene más, es porque otro tiene menos.

    También el cine ha contado esta falacia de muchas maneras. Por ejemplo, en la película Concursante, dirigida por Rodrigo Cortés, aparece una emblemática escena protagonizada por un economista. En ella, se hace una demostración con monedas para “probar” que la riqueza de uno implica la pérdida de otro. Mueve las monedas entre manos y concluye que el total nunca cambia, que solo se redistribuye, y que cualquier ganancia particular exige una pérdida equivalente. La escena parece didáctica, pero en realidad reproduce exactamente el mismo malentendido: confunde el movimiento de dinero con la creación de valor. El truco es sencillo. Si solo observas monedas estáticas, todo parece un juego cerrado. Pero la economía real no consiste en pasar fichas de un lado a otro, sino en crear bienes, servicios, conocimiento, técnicas, relaciones y bienestar que antes no existían. Las monedas son un marcador, no la realidad.

    Si uno cree que el valor no se crea sino que se extrae, todo éxito parece parasitario y toda empresa parece depredadora. Desde esa intuición la desigualdad deja de ser un síntoma complejo y se convierte en una prueba inmediata de expolio. Lo paradójico es que el capitalismo funciona precisamente cuando multiplica interacciones de suma positiva, aunque lo haga de forma enrevesada y desigual. Pero como la creación de valor discurre por canales difíciles de ver (innovación, especialización, aprendizaje acumulado, mercados que reajustan información dispersa), muchos interpretan la prosperidad ajena como un indicio de que les han arrebatado algo. Ese malentendido persistente alimenta un resentimiento que no nace tanto de los hechos como de una antigua plantilla mental que aún sigue gobernando nuestras intuiciones. Y propicia el odio generalizado a los ricos, sea cual sea el origen de su riqueza.

    Quizá, por ello, la intuición de Montaigne persiste. Muchos siguen pensando que la riqueza necesita explicación mientras que la pobreza no la requiere. Pero la pobreza es el punto de partida de la humanidad: si no se hace nada, la condición natural es la escasez. Lo extraordinario es la riqueza, que surge cuando las sociedades expanden su margen de acción, crean instituciones que protegen la libertad y generan valores que permiten acumular capacidades a lo largo de los siglos.

    Mirado así, el error de Montaigne ilumina tanto como sus aciertos. Señala una tentación muy humana: confundir lo que vemos en la superficie con el mecanismo real que está en juego. Y nos recuerda que la prosperidad no brota de la pobreza ajena, sino de algo mucho más exigente: la lenta construcción de civilización.

    La sabiduría del error

    Desde que tenía poco más de veinte años hasta su muerte en 1832, con ochenta y dos, Johann Wolfgang von Goethe vivió atrapado por la figura de Fausto. Dedicó toda su vida adulta a dar forma a ese poema dramático inmenso que terminó siendo su obra total. La historia del doctor que, agotado por los límites de su propio entendimiento, acepta pactar con el diablo para ensanchar su saber y su poder a cambio de su alma, forma parte del subsuelo cultural alemán. Hay ecos de la leyenda ya en la Edad Media. Siempre ha funcionado como una advertencia contra la soberbia, como si alguien nos recordara que hay fronteras que no se pueden traspasar sin pagar un precio.

    En la versión de Goethe, Fausto es un hombre esencialmente bueno. Ha ayudado a muchos con su conocimiento médico antes de dejarse arrastrar por su hambre de poder y saber. Esa ambición lo empuja a cometer errores graves, aunque también lo conduce a un descubrimiento más hondo. Cuando comprende que la humanidad tiene límites insalvables, empieza a intuir que el daño que ha causado puede transformarse en algo útil si vuelve a poner su sabiduría al servicio de los demás. Su instante de plenitud, aquello que había prometido a Mefistófeles que lo detendría, no nace de la conquista personal, sino de la conciencia de lo que puede hacer por la humanidad. Hay algo casi paradójico en esto, como una cuerda que solo deja de tensarse cuando se usa para sostener a otros.

    El desenlace es todavía más llamativo. No es el diablo quien se queda con el alma de Fausto, sino Dios. Esto funciona como una forma de reconocimiento: el esfuerzo incansable por comprender el mundo, aunque haya tropezado, ha tenido valor. Goethe parece decir que las dos fuerzas que nos habitan pueden reconciliarse. El deseo de alcanzar lo que está más allá de lo convencional y los métodos para avanzar en esa dirección no son enemigos inevitables. Más bien parecen actuar como maestro y emisario que, cuando por fin trabajan en sintonía, permiten que surja algo más sabio que cada uno por separado.

    Y es precisamente esa lectura más amplia del mito la que ayuda a entender por qué ciertos desvíos del pensamiento pueden resultar tan fértiles. En ciencia, algunos errores han tenido una potencia inesperada. Durante siglos se creyó en el flogisto, esa sustancia imaginaria que supuestamente explicaba la combustión. Hoy sabemos que nunca ha existido, pero estudiar su historia ilumina cómo piensa una época y cómo se fijan determinadas creencias.

    Con el llamado «dogma Montaigne» ocurre algo parecido. Esa intuición de que la riqueza de unos nace de la pobreza de otros es equivocada, aunque su persistencia lo convierte en un material pedagógico muy revelador. Al igual que en Fausto, donde el extravío del protagonista termina mostrando una forma más profunda de sabiduría, estos errores enseñan algo sobre los límites y las posibilidades de nuestras propias herramientas mentales.

    Mises lo bautizó con intención irónica, jugando con la figura del gran escéptico. Sin embargo, el término funciona. Da nombre a un patrón mental que reaparece cada vez que alguien defiende que la economía es un tablero cerrado donde solo se reparte lo existente. Etiquetarlo ayuda a reconocerlo y a señalarlo con claridad en clase, en un debate o incluso ante un político que insiste en ver el comercio como un juego de suma cero. Sirve para recordar que no es una idea nueva, que lleva quinientos años circulando y que, aunque suene intuitiva, continúa siendo una simplificación.

    Y, sobre todo, nos recuerda algo incómodo pero útil: incluso quienes parecen más lúcidos y más abiertos a la verdad pueden aferrarse a ideas erradas con una seguridad sorprendente. Nadie piensa desde el vacío. Hasta los genios arrastran su historia, sus cegueras y sus sesgos. Por eso necesitamos el contraste con otros, ese escrutinio mutuo que mitiga nuestras derivas y evita que un destello ingenioso se convierta en un dogma involuntario.

    SERGIO PARRA
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