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Debate
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Después de ver a centenares de pacientes en consulta a lo largo de más de tres décadas, puedo afirmar que el aborto deja una huella emocional más profunda de lo que a menudo la sociedad no quiere reconocer.
En torno al noventa por ciento de las mujeres que atendí terminaron, tarde o temprano, arrepintiéndose de aquella decisión. A veces, en el momento no lo perciben. Otras, incluso se sienten aliviadas durante los primeros meses. Pero el paso del tiempo tiene una manera silenciosa y contundente de traer a la superficie aquello que no se quiso mirar.
He visto casos de mujeres jóvenes, —aparentemente seguras de su decisión—, que años después, se quiebran al ver a los hijos de sus amigas. Incluso conocí a mujeres que abortaron y después, no pudieron quedarse embarazadas y por tanto tener hijos.
También he acompañado a mujeres de poder adquisitivo “normal” que, apenas unas horas después del procedimiento, rompían a llorar con un dolor que no sabían nombrar. “No puedo dejar de pensar en ello”, —me decían—. Lo que en su momento se consideró una elección racional y e incluso fomentada por la sociedad, se convierte, con los años, en una herida existencial.
En más de treinta años de ejercicio, no he conocido un solo caso de aborto producto de una violación, —insisto—, prácticamente todas esas mujeres podrían haber tenido a su hijo. No estaban ni en situación de pobreza relativa, ni pobreza extrema.
En los centenares de casos, la razón principal fue la comodidad de seguir viviendo con una calidad de vida holgada. La razón principal era el simple miedo o la idea de que “no era el momento” adecuado —mejor el próximo año—, mejor cuando me acerque a los 40. Muchas abortaron solo porque eran jóvenes y había viajes que hacer, metas que cumplir, ascender en el trabajo, carreras que consolidar, y por supuesto, no querer depender económicamente del marido o pareja, etc…
Y, paradójicamente, en todo esos casos había capacidad economica y apoyos familiares suficientes y en algunos casos “sobrados de apoyos” para poder haber seguido adelante con el embarazo.
Años más tarde, esas mismas razones se desvanecen frente a una ausencia que se vuelve parte de su biografía.
La ciencia también ha intentado aproximarse a esta cuestión. Un metaanálisis publicado en “The British Journal of Psychiatry” (Coleman, 2011) revisó 22 estudios y más de 800.000 mujeres, concluyendo que las que abortaron presentaban un 81% más de riesgo de sufrir problemas de salud mental que las que llevaron su embarazo a término.
Otras investigaciones, como las de Fergusson y Boden (2008) en “The Journal of Child Psychology and Psychiatry,” observaron tasas significativamente mayores de depresión, ansiedad y abuso de sustancias tras un aborto.
En la práctica sanitaria, lo que se percibe no son tanto diagnósticos, sino relatos. Historias de sueños recurrentes, de fechas que no se olvidan, de aniversarios que duelen sin razón aparente. Hay una especie de duelo que no se permite expresar. Porque socialmente no se reconoce que deba haber duelo, por tanto, estaríamos ante duelos negados y al mismo tiempo crónicos. Es un duelo sin ritual, sin palabras, que la persona difícilmente puede expresar en público puesto que para nuestra sociedad; si considero que no hay muerte, no puede haber duelo.
Para una buena parte de la sociedad, era solo semen, o un garbanzo, se le llama feto y no hijo, dicho de tal manera para justificar con desprecio e incluso con ironía la eliminación de una vida sin que pueda haber remordimiento alguno.
En ese silencio, muchas mujeres viven con una tristeza difusa que aflora en momentos inesperados: al ver un cochecito de bebé, al escuchar una ecografía ajena, al sentir que algo falta. Hasta que un día algunos se hacen una pregunta un tanto dura: ¿Pero quién soy yo para abortar?, ¿quién soy yo para matar a otra vida? ¿Qué derecho tengo yo a decidir sobre la vida de otra persona?
La cuestión del aborto, por supuesto, trasciende lo psicológico. Entra en el terreno de lo ético, de lo social y de lo político.
El debate suele centrarse en la libertad de decidir, y es comprensible: según esta corriente de pensamiento toda mujer tiene derecho sobre su cuerpo, sobre su autonomía y sobre su proyecto vital. Pero esta ideología contraria a la vida, pocas veces se habla del otro derecho: el del hijo, el hijo no tiene derecho a su cuerpo, ni a su autonomía, ni a su proyecto vital.
Es mi derecho, —dicen—, desde luego la madre ejerce su derecho pero el hijo no, no puede ejercer su derecho de seguir viviendo. Y como la ciencia afirma, guste o no, hay vida en ese feto (que realmente es un niño).
Hay que cargar para siempre con una decisión tomada en soledad, en momentos de miedo o presión. Tal vez la verdadera libertad consista en poder decidir con toda la información y con todo el acompañamiento que se merece una situación tan compleja, y, con ayudas de todo tipo.
Es difícil entender, como en una sociedad donde no hay siguiente generación y donde se ha roto el principio de conservación de la especie, donde apenas hay niños “nativos,” se promueva tanto el abortar y no la familia y la vida, aunque eso sería otro artículo a parte…
A menudo se dice que el tiempo lo cura todo. Pero en este tema, el tiempo no cura: revela. Revela la ausencia, la duda, la pregunta que vuelve una y otra vez: “¿Y si lo hubiera tenido?” ¿Cómo hubiera sido mi hijo si hubiera nacido? Esa pregunta, aunque nunca se pronuncie en voz alta, es la que acompaña a muchos progenitores el resto de su vida. Incluso a veces hasta el tormento.
Más allá de ideologías, conviene recordar que todo acto que toca la vida deja una huella. Y el aborto, por más racional o legal que sea, toca la vida en su raíz más profunda. Por eso, acompañar, escuchar y comprender sin juzgar es tal vez la única respuesta verdaderamente humana ante una experiencia tan dolorosa.
FERNANDO PÉREZ DEL RÍO
Dr. en Psicología | Consulta privada de psicología
Profesor de la Universidad de Burgos
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